La aparición de la Iglesia cristiana como institución autorizada para gobernar los asuntos espirituales de la humanidad con independencia del estado puede considerarse sin exageración, como el cambio más revolucionario de la historia de la Europa occidental tanto por lo que representa a la ciencia política como en lo relativo a la filosofía política. Pero matizamos que los intereses que contribuyeron a su creación fueron intereses religiosos, siendo el cristianismo una doctrina de salvación, no una filosofía ni una teoría política. Las ideas de los cristianos acerca de las ideas políticas, no eran muy distintas a las que defendían los paganos, podían creer en el derecho natural, en el gobierno providencial del mundo, en la obligación del derecho positivo, como los estoicos, y también en la igualdad de todos los hombres a los ojos de Dios. El universalismo religioso y ético del cristianismo tenía su precedente inmediato en el de los profetas del Antiguo Testamento, pero difería de éste en su índole supranacional; debido a que el universalismo de Israel no se desprendió nunca de su nacionalismo, concibiéndose como absorción del judaísmo por absorción de los demás pueblos. Como en el Antiguo Testamento la justicia ocupa en las enseñanzas de Cristo un lugar central, pero el Hijo de Dios pone el acento al reclamarla como comportamiento, equivalente a la perfección religiosa y moral resultante del cumplimiento de todos los deberes para con Dios, con los semejantes y con uno mismo; la justicia implica una adhesión interior al precepto divino y aceptación gozosa de lo que impone: "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados" (Mt., V, 6); "Pero la justicia que da acceso al Reino de los Cielos ha de sobrepujar la de los escribas y fariseos" (Mt, V, 20); esta justicia abarca la naturaleza racional humana sintetizada en el principio de reciprocidad: "hagamos con los demás lo que queremos que los demás hagan con nosotros" (Mt., VII, 12; Lc., VI, 31); "No juzguéis y no seréis juzgados, porque con el juicio con que juzgareis seréis juzgados y con la medida con que midierais se os medirá. ¿Cómo ves la paja en el ojo de tu hermano y no ves la viga en el tuyo? ¿O cómo osas decir a tu hermano: Deja que te quite la paja del ojo, teniendo tú una viga en el tuyo? Hipócrita, quita primero la viga de tu ojo y entonces verás de quitar la paja del ojo de tu hermano". (Mt., VII, 1-2; Lc., VI, 31). Pero la justicia evangélica va mucho más allá de la justicia natural en las bienaventuranzas y exhortaciones del Sermón de la Montaña: "Estad atentos a no hacer vuestra justicia delante de los hombres para que os vean; de otra manera no tendréis recompensa ante vuestro Padre, que esta en los cielos". (Mt., V-VII; Lc., V, 17-49).
Ese trascender lo meramente natural hace de los cristianos en cuanto tales "la sal de la tierra", "la luz del mundo". Con fuerza subrayará San Pablo el carácter no-natural, en el sentido de sobrenatural, de la ética específicamente evangélica: ésta parece locura y desvarío a la luz de la simple razón.
[Profesores de Salamanca, Biblia Comentada, Madrid, BAC, 1964; A. Truyol y Serra, Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado, Madrid, Alianza Universidad Textos, 3ª ed., 1987, 2 Vols. Vol. I, págs. 229-241; George Sabine, Historia de la teoría política, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1990, págs. 141-146].
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