jueves, 27 de mayo de 2010

San Agustin

Es el pensador cristiano más importante de la época que estamos estudiando, su pensamiento recogió casi todo el conocimiento de la Antigüedad, y en gran parte se transmitió a la Edad Media a través de él. Sus ideas han influenciado tanto en el pensamiento cristiano como en el protestante. Su gran obra, La Ciudad de Dios, fue escrito para defender al cristianismo contra la acusación pagana de que aquél era responsable de la decadencia del poder de Roma y en particular del saqueo de la ciudad por Alarico en el año 410. San Agustín se hizo eco del pensamiento de Séneca y de Marco Aurelio, la distinción de la naturaleza humana doble: el hombre es espíritu y cuerpo, y por lo tanto es a la vez ciudadano de este mundo y de la Ciudad Celestial. La historia humana es la lucha entre las dos sociedades, la sociedad terrena fundada en los impulsos terrenos y por otro la Ciudad de Dios fundada en la esperanza de la paz celestial y la salvación espiritual. La primera es el reino de Satán, la historia que comienza con la desobediencia de los ángeles rebeldes y encarna especialmente en los imperios paganos de Asiria y Roma. La otra es el reino de Cristo, que primero encarna el pueblo hebreo y después la iglesia y el imperio cristianizado. La historia es la narración dramática de la lucha entre estas dos sociedades y el dominio final de la ciudad de Dios. Sólo en la ciudad de Dios es posible la paz y sólo el reino espiritual es permanente; ésta es pues la interpretación agustianiana de la caída de Roma. Las dos ciudades no se encuentran separadas en la vida terrena, para no separarse salvo en el Juicio Final, pero lo que realmente dio fuerza a las ideas de San Agustín fue, sin duda, la concepción de la Iglesia como institución organizada. Por lo tanto, la historia de la Iglesia es para San Agustín literalmente lo que mucho más tarde dijo Hegel del estado: la marcha de Dios sobre la tierra; siendo la vida humana, el teatro de una lucha cósmica entre la bondad de Dios y la maldad de los espíritus rebeldes.
[Véase Peter Brown, Agustine of Hippo, Londres, Faber and Faber, 1967, ed. revisada y ampliada, 2000; San Agustín, La Ciudad de Dios, traducción de Rosa María Martínez, Libros I-VI, Madrid, Gredos, 2007; Salvador Giner, Historia del pensamiento social, Barcelona, Ariel, 12ª ed., actualizada, 2008, págs. 151-154].

sábado, 1 de mayo de 2010

Los Padres de la Iglesia

Por la lengua en que escribieron, los Padres de la Iglesia se dividen en Padres y escritores cristianos griegos, denominados orientales (S. Justino, S. Ireneo, Clemente de Alejandría, Orígenes, Eusebio de Cesarea, los tres Padres de Capadocia: S. Gregorio de Nuzianzo, S. Basilio y su hermano S. Gregorio de Nissa; S. Juan Crisóstomo, Teodoreto de Ciro). Y los Padres y autores cristianos latinos u occidentales (Tertuliano, S. Cipriano, Lactancio, S. Ambrosio, S. Jerónimo, S. Agustín). Los primeros nutridos de la cultura griega, son más especulativos, ocupándose se las tareas más arduas y elevadas de la teología. Los segundos, familiarizados con el derecho romano, sienten una mayor inclinación por las cuestiones prácticas, políticas y sociales. Las dos tendencias se reconcilian con San Agustín.
Las fórmulas de San Pablo ejercieron una influencia decisiva sobre su pensamiento, con lo que puede decirse que en materia jurídica, política y social, la doctrina de los Padres de la Iglesia es como una exégesis de los textos paulinos, a los que se une en los Padres occidentales la influencia de Cicerón y de Séneca; por lo que ocupa un lugar central en su pensamiento el tema del derecho natural, y el origen y fundamento del poder político.
Aceptadas y confirmadas por el Nuevo Testamento las ordenaciones naturales, la actitud de los cristianos ante el Imperio romano no fue uniforme. Si ya en el mundo helenístico, afín al romano religiosa y culturalmente, se comprueba en ciertos ambientes una resistencia espiritual al Imperio, e idéntica actitud entre los judíos y los cristianos perseguidos. Para todos ellos era inadmisible sobre todo el culto del emperador y destacan por su brutal antirromanismo los Libros u Oráculos sibilinos de los círculos judeo-alejandrinos y judeo-cristianos con vaticinios catastrofistas y destructores atribuidos a profecías paganas. En estos libros, como también en el Apocalipsis de San Juan, la Roma destructora del Templo y perseguidora de los cristianos se convierte en la nueva Babilonia que, frente a Jerusalén, representa las fuerzas del mal. Se trata de una contraposición de dos sociedades que encarnan realidades supratemporales diferentes por el amor que las anima, el de Dios o el de los hombres: la ciudad de Dios y la ciudad terrena, cuya lucha describirá San Agustín.
El retablo de los Padres de la Iglesia es del renacentista flamenco Michael Pacher (1435-1498) y representa a San Jerónimo, San Agustín, San Gregorio Magno y San Ambrosio.
[Véase, A. Truyol y Serra, Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado, Madrid, Alianza Universidad, 8ª ed., 1987, 2 Vols. Vol. I, págs. 247-262].